29/12/07

Estación de Transbordo


Cada cierto tiempo creemos saber qué es lo que queremos. Hacemos planes y nos formamos una idea de cómo será nuestro futuro. Podrá pasar un tiempo antes de que nos decidamos a dar los pasos necesarios y de que logremos forzar cambios en algunas facetas de nuestra vida, pero tarde o temprano esos cambios van llegando.
Antes de que se produzcan esos cambios, una curiosa creencia arraiga en nosotros: si logramos ese anhelado cambio, si llegamos a la situación personal deseada, pensamos que ya no harán falta ulteriores cambios. Tendremos aquello que deseábamos y lucharemos por mantener lo logrado.

¿Por qué aquello que nos parecía ideal lo tiñe el tiempo de insuficiente? Un conjunto de factores explica este comportamiento de cambio e insatisfacción permanente. Por un lado, la tendencia del hombre a no contentarse con las cosas, a buscar siempre lo mejor. A veces puede tratarse de un simple aburrimiento, de la necesidad de nuevos estímulos. También, de las desenfocadas expectativas. Esto es muy habitual cuando una persona alcanza el éxito laboral. Cuando lo logra, se da cuenta de que su vida personal está por los suelos y prefiere perder proyección profesional y ganar en tiempo para los demás o para sí. Pero detrás de estos motivos hay uno más profundo y universal: a medida que pasan los años, las prioridades de una persona se van modificando. Lo que a los 18 años era fundamental, a los 25 se torna secundario, y lo que a los 25 es incuestionable, a los 32 no tiene sentido… y así sucesivamente.
¿A qué edad se detiene esta rueda? ¿Cuándo, por fin, nos parece que ya todo está bien, o, por lo menos, ya no lo cuestionamos? Evidentemente, siempre hay excepciones. Pero, en general, la respuesta es nunca. Este desvestir un santo para vestir otro y desvestirlo al cabo de unos años se produce, de forma aproximada, cada siete años sin excepción de edad. Cada siete años, algún nuevo objetivo. Y durante siete años, a luchar para introducir los elementos necesarios que transformen parte de nuestra vida.

Somos, como dice un buen amigo mío, pasajeros en tránsito. Vamos de estación en estación para hacer transbordo y tomar otro tren que, en realidad, nos llevará hasta otro andén donde, de nuevo, haremos transbordo y cambiaremos de dirección.
Es, por tanto, fundamental concederse el permiso de bajar del tren cada, más o menos, siete años. No se trata de que cometiésemos un error, sino de que las circunstancias han cambiado y que el destino hacia donde nos dirigíamos ya no está de moda en el insondable país de nuestros deseos.

Los cambios tienen un precio, es el precio del transbordo. Es más irresponsable quedarse en el mismo tren que no cambiar pagando el precio. Porque el precio del transbordo no es un castigo, sino el único modo de llegar a la estación final disfrutando de la vida.

Resumen FERNANDO TRÍAS DE BES 10/12/2006 El País

No hay comentarios: